lunes, 8 de noviembre de 2010

La batalla de Tagus

Aníbal ya era general de las tropas cartaginesas. Y padecía el ansia del que sabe lo que quiere y pretende ponerse en marcha hacia ello.
Tras conquistar adrede y superficialmente a los Olcades, al sur del Tagus, los soldados vitoreaban las soldadas pagadas en Cartago Nova tras el saqueo de Cartala (Altea, en Polibio), capital de los Olcades, Aníbal tenía al ejército dispuesto y leal, y a la primavera siguiente atacó a los Vacceos, dedicando este esfuerzo a tener seguridad y dominio en su parte de la península para afianzar su guerra futura contra Roma, que para él ya era un hecho que debía desarrollar.
Tras la dura conquista de Helmántica y Arbocala, pues las gentes de estos lugares fueron fieros contra los cartagineses, los supervivientes renovaron fuerzas, allá en la oscuridad de las reuniones clandestinas con los Olcades aún furiosos que veían esperanza en la lucha contra el improvisado invasor.
Viajaron diplomáticos a hablar con los Carpetanos, mostraron los hechos, y tras divagaciones decidieron no esperar a que Aníbal y su ejército salieran de la tierra Vaccea, al menos no sin probar el vigor de los pueblos de Iberia, que aún sabían que preferían morir matando a ser puestos bajo un yugo eventual.
La fuerza peninsular, se acercó al ejército de Aníbal hasta que éste estuvo a orillas del Tagus, y en ese momento y por la retaguardia hicieron de las columnas de Aníbal, que cargaban alegremente su botín vacceo, una caos peligroso, y consiguieron poner nerviosos a los cartagineses…
Pero Aníbal no dio media vuelta y arriesgó al enemigo su bravo ejército en desventaja en el lugar de la acción. Por el contrario, vadeó el Tagus, y cuando llegó al otro lado, miró detenidamente el terreno, miró hacia atrás y dilucidó.
Pronto construían una empalizada los cartagineses con vigor y esfuerzo, tras haber dejado un espacio suficiente para albergar tropas enemigas entre el río y la empalizada.
Aníbal conocía a las gentes peninsulares: “Cruzarán”, pensó.
La fuerza peninsular, mientras los cartagineses construían la empalizada y se organizaban en sus tareas militares, trataba de tomar una decisión.
Los caudillos llegaron a la conclusión de que el desorden y el miedo causado en la retaguardia cartaginesa podría repetirse, pues ellos eran fuertes y belicosos, y eran unos cien mil hombres de guerra, fuerza mucho más numerosa que la de Aníbal, de indefinido número pero siempre menor. Darían mucho más miedo al enemigo, pues, si cruzaban el Tagus, río respetado y poderoso, con griterío ensordecedor y la cabeza bien alta, espada en mano y rabia vengativa. Luchar y morir luchando. Quizá así vencieran.
Error.
Aníbal esperó a que entraran un cierto número de hombres en el agua, aún esperó un poco más, y cuando los primeros hombres llegaban casi a la orilla cartaginesa, envió a la caballería a masacrarlos a todos, teniendo muy en cuenta la debilidad de un infante en un río contra un imponente jinete con facilidad de maniobra y de ataque así como de defensa. Los cascos chapoteaban y los jinetes gritaban. La fuerza de los Olcades, Vacceos y Carpetanos se entregeaba ya a la desorganización y entraban al río por donde fuera con rabia desmesurada. Los jinetes vieron cómo Aníbal daba la orden de que los elefantes, que eran cuarenta, fueran colocados en la orilla cartaginesa, como espectadores de la lucha fluvial, como el terrorífico destino o insalvable obstáculo para todos aquellos peninsulares que consiguieran burlar a la caballería. Y causaban pavor.
Los jinetes mataban y mataban con facilidad y ya todo eran infantes ahogados, retenidos por la corriente y después arrastrados por ella, muertos a manos cartaginesas, o muertos por los múltiples accidentes esta lucha causaba.
Y cuando llegaban algunos desdichados a la orilla cartaginesa, los elefantes, violentamente los pisaban y terminaban con sus vidas.
Y aún así detrás aún quedaban las tropas de infantería cartaginesa, que no habían movido un dedo y estaban frescas y ansiosas.
Aníbal, tras esperar y ver ya el caos ibérico, dispuso a los infantes en cuadro y de esta manera, a los que sobrevivían en la otra orilla, donde no estaban los cartagineses, los echó del territorio del río, y los persiguió y dispersó de manera que no pudieran volver como una pequeña fuerza superviviente, sino como cadáveres o como fracasados.
Los cartagineses vitorearon a su general y a ellos mismos. Los peninsulares, con fracaso, pero con honor, huían y se escondían esperando el destino fatal que les llegaría después, ya que Aníbal, deseoso de la guerra con Roma, y con la idea de dominación rápida e imponente de su parte de península, arrasó los territorios de los que participaron en esta escaramuza, y finalmente rindió a los Carpetanos.

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